miércoles, 23 de octubre de 2019

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

30º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
9 Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
10 —Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. 11 El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». 13 Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». 14 Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
La oración, además de ser perseverante, tiene que ser humilde. Es lo que enseña esta parábola: «¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla será ensalzado. La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559).

La parábola ejemplifica dos modos de oración opuestos. El fariseo, satisfecho de sí mismo —reza de pie (cfr v. 11)—, se jacta ante Dios de todo lo bueno que hace, no ve en sí pecado alguno y, por tanto, no siente necesidad de arrepentirse. Cumple sus obligaciones religiosas más allá de lo prescrito (v. 12): ayuna dos veces por semana, cuando los rabinos establecían ayunar una vez; paga el diezmo de todo, cuando sólo era obligatorio pagarlo de ciertos productos. Sus palabras no son verdadera oración porque no se dirige a Dios: reza «para sus adentros», y desprecia a los demás (v. 11). En el polo opuesto está el publicano. Éste reconoce humildemente su indignidad y se arrepiente sinceramente; se considera un pecador y confía sólo en la misericordia divina (v. 13). Su oración es auténtica y descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener ante Dios. El publicano baja justificado (v. 14), «porque la oración contrita o la contrición orante eleva el alma a Dios, la une a su bondad y obtiene el perdón en virtud del amor divino que le comunica este santo movimiento» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 2,20).

miércoles, 16 de octubre de 2019

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Perseverancia en la oración (Lc 18,1-8)

29º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
1 Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, 2 diciendo:
—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. 3 También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». 4 Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, 5 como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».
6 Concluyó el Señor:
—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. 7 ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? 8 Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
La parábola contiene una enseñanza muy expresiva sobre la necesidad de la perseverancia en la oración y sobre su eficacia. El v. 1 ha sido fuente de enseñanza sobre la oración en toda la catequesis cristiana: «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (Evagrio, Capita practica ad Anatolium 49). Para eso es necesario vencer la pereza, levantar los ojos a Dios en todas las circunstancias: «Que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios» (S. Juan Crisóstomo, De Anna 4,5). Pero sólo lo hará quien junte la oración con una vida cristiana coherente: «Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua» (Orígenes, De oratione 12)». Cfr ­Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2742-2745.
Al final, el Señor vincula también la eficacia de la oración a la fe (v. 8): la oración se apoya en la fe, pero ésta, a su vez, crece cuando se ejercita en la oración. «Te crecías ante las dificultades del apostolado, orando así: “Señor, Tú eres el de siempre. Dame la fe de aquellos varones que supieron corresponder a tu gracia y que obraron —en tu Nombre— grandes milagros, verdaderos prodigios...” —Y concluías: “sé que los harás; pero, también me consta que quieres que se te pidan, que quieres que te busquemos, que llamemos fuertemente a las puertas de tu Corazón”. —Al final, renovaste tu decisión de perseverar en la oración humilde y confiada» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 653).

martes, 8 de octubre de 2019

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO 2019

Los diez leprosos (Lc 17,11-19)

28º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
11 Al ir de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaría y Galilea; 12 y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia 13 y le dijeron gritando:
—¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!
14 Al verlos, les dijo:
—Id y presentaos a los sacerdotes.
Y mientras iban quedaron limpios. 15 Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, 16 y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. 17 Ante lo cual dijo Jesús:
—¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?
19 Y le dijo:
—Levántate y vete; tu fe te ha salvado.
Según la Ley de Moisés (Lv 13,45-46), para evitar el contagio, los leprosos debían vivir lejos de la gente y dar muestras visibles de su enfermedad; de ahí que estos diez se mantengan a distancia de Jesús y le hagan su petición a gritos (vv. 12-13). El lugar donde se desarrolla el episodio explica que anduviera un samaritano junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos (cfr Jn 4,9), pero el dolor unía a los leprosos por encima de los resentimientos de raza.

Aquellos hombres reaccionaron con fe ante la indicación de Jesús (v. 14), pero sólo uno de ellos une el agradecimiento a la fe: un samaritano. Jesús califica esta acción como «dar gloria a Dios» (v. 18), y de ahí que si los diez han sido curados, sólo de este extranjero se dice que también ha sido «salvado» (v. 19). La escena queda así como un ejemplo de lo que Jesús había anunciado en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazareth (cfr 4,27). Es asimismo una invitación a ser agradecidos con Dios: «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras: “Gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad» (S. Agustín, Epistolae 41,1).

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

El don del sacerdocio (2 Tm 1,6-8.13-14)

27º domingo del Tiempo ordinario – C. 2ª lectura
6 Por esta razón, te recuerdo que tienes que reavivar el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos, 7 porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza. 8 Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el Evangelio con fortaleza de Dios.
13 Ten por norma las palabras sanas que me escuchaste con la fe y la caridad que tenemos en Cristo Jesús. 14 Guarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros.
El rito de la imposición de las manos, mencionado también en 1 Tm 4,14, comunicaba el don del ministerio apostólico. La Iglesia ha conservado intactos estos elementos esenciales del sacramento del Orden: la imposición de las manos y las palabras consecratorias del Obispo (cfr Pablo VI, Pontificalis Romani recognitio). El «don de Dios» (v. 6) alude al «carácter» sacerdotal. Los dones que Dios confiere al sacerdote «no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para siempre (cfr Sal 110,4), a semejanza de Aquel de cuyo sacerdocio queda hecho partícipe» (Pío XI, Ad catholici sacerdotii, n. 22). El lenguaje que emplea San Pablo es bien gráfico: por el sacramento del Orden se confiere un don divino que permanece para siempre en el sacerdote como un rescoldo, que conviene atizar de vez en cuando para que produzca toda la luz y el calor que potencialmente encierra. Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza; pues así ocurre cuando la gracia está cubierta en el hombre por la torpeza o el temor humano» (Super 2 Timotheum, ad loc.). El Concilio de Trento se apoya en estos dos versículos para definir solemnemente que el orden sacerdotal es un sacramento instituido por Jesucristo (cfr De sacramento Ordinis, cap. 7).

El Espíritu Santo se manifestó y derramó sobre la Iglesia el día de Pentecostés y actúa continuamente en ella para santifi­car a todos los fieles y para que los pastores —y en especial los sucesores de Pedro— «santamente custodia­ran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe» (Conc. Vaticano I, Pastor Aeternus, n. 4).

TIEMPO ORDINARIO CUARTO DOMINGO

La Bienaventuranzas (Mt 5,1-12a) 4º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio 1  Al ver Jesús a las multitudes, subió al mont...