El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)
30º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
9 Dijo
también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por
justos y despreciaban a los demás:
10 —Dos
hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. 11
El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni
como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de
todo lo que poseo». 13 Pero el publicano, quedándose lejos, ni
siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho
diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». 14 Os
digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se
ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
La oración, además de ser
perseverante, tiene que ser humilde. Es lo que enseña esta parábola: «¿Desde
dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra
propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130,1) de un corazón humilde y
contrito? El que se humilla será ensalzado. La humildad es la base de la
oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). La humildad es
una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el
hombre es un mendigo de Dios» (Catecismo
de la Iglesia
Católica, n. 2559).
La parábola ejemplifica dos modos de oración opuestos. El fariseo, satisfecho de sí mismo —reza de pie (cfr v. 11)—, se jacta ante Dios de todo lo bueno que hace, no ve en sí pecado alguno y, por tanto, no siente necesidad de arrepentirse. Cumple sus obligaciones religiosas más allá de lo prescrito (v. 12): ayuna dos veces por semana, cuando los rabinos establecían ayunar una vez; paga el diezmo de todo, cuando sólo era obligatorio pagarlo de ciertos productos. Sus palabras no son verdadera oración porque no se dirige a Dios: reza «para sus adentros», y desprecia a los demás (v. 11). En el polo opuesto está el publicano. Éste reconoce humildemente su indignidad y se arrepiente sinceramente; se considera un pecador y confía sólo en la misericordia divina (v. 13). Su oración es auténtica y descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener ante Dios. El publicano baja justificado (v. 14), «porque la oración contrita o la contrición orante eleva el alma a Dios, la une a su bondad y obtiene el perdón en virtud del amor divino que le comunica este santo movimiento» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 2,20).