viernes, 31 de enero de 2020

TIEMPO ORDINARIO CUARTO DOMINGO

La Bienaventuranzas (Mt 5,1-12a)

4º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio
Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
10 Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.
11 »Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. 12 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Las bienaventuranzas son el pórtico del Discurso de la Montaña. En ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán, pero les da una orientación nueva ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los Cielos: «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717).
Como fórmula de bendición, las bienaventuranzas forman parte del lenguaje bíblico tradicional; el libro de los salmos comenzaba ya así: «Dichoso...» (Sal 1,1). Con las Bienaventuranzas se proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido, están situadas en el centro de los anhelos humanos, porque «todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4). Pero, además, Cristo les añade un horizonte escatológico, es decir, de salvación eterna: quien vive así, según el espíritu que Él enseña, tiene abierta la puerta del cielo. Dios no es alguien indiferente, es Alguien que ha tomado partido: consolará a los suyos, les saciará, les llamará sus hijos, etc. Las bienaventuranzas son camino para la felicidad humana pues expresan el doble deseo que Dios ha inscrito en el corazón: buscar la verdadera felicidad en la tierra y conseguir la bienaventuranza eterna.
San Mateo recoge nueve bienaventuranzas: las ocho primeras hablan de las actitudes del cristiano ante el mundo (vv. 3-10), la novena, en cambio, cambia de destinatario —pasa a ser «vosotros» (cfr v. 11)— y se refiere a los que sufren por causa de Cristo. Esta bienaventuranza se sigue con una exhortación a la alegría: sufrir por Cristo es señal de que se ha elegido el camino correcto. En el texto de San Lucas (cfr Lc 6,20-26, y nota), este aspecto es el más relevante.
Las Bienaventuranzas han sido comentadas y desarrolladas con profusión en la catequesis de la Iglesia. La primera (v. 3) y la octava (v. 10) aluden al Reino de los Cielos como premio. En la primera, se proclama dichosos a los «pobres de espíritu». En el Antiguo Testamento, la pobreza está ya perfilada no sólo como situación económico-social, sino desde su valor religioso (cfr So 2,3ss.): es pobre quien se presenta ante Dios con actitud humilde, sin méritos personales, considerando su realidad de pecador, necesitado de Él. De ahí que, además de vivir con sobriedad y austeridad de vida reales, efectivas, acepte y quiera tales condiciones no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto. Tal pobreza voluntaria está expresada en el texto de Mateo por la pobreza en el espíritu. Es evidente, por tanto, que esta bienaventuranza exige la austeridad y el desprendimiento de los bienes materiales y de los diversos dones recibidos de Dios. En la octava, se dice que son bienaventurados «los que padecen persecución por causa de la justicia». La justicia en la Biblia adquiere un valor más re­ligioso y amplio que su empleo predo­minante jurídico-moral. «En el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (cfr Gn 7,1; 18,23-32; Ez 18,5ss.; Pr 12,10; Mt 1,19); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Tb 7,6; 9,6). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 40). La unión de la búsqueda de la justicia con las persecuciones hace que se pueda concluir que esta bienaventuranza «designa la perfección de todas las demás, pues el hombre es perfecto en ellas cuando no las abandona en las tribulaciones» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Matthaei, ad loc.).
Dos bienaventuranzas, la segunda y la cuarta (vv. 4.6), tienen en común la forma pasiva del premio: es una manera de decir que será Dios quien les consuele y quien les sacie. Los que lloran son los afligidos por alguna causa, y, de modo particular, los que se apenan por las ofensas a Dios, sean propias o ajenas. Los que tienen hambre y sed de justicia son los que se esfuerzan sinceramente en cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta en los mandamientos, en los deberes de estado y en la unión del alma con Dios; en definitiva, los que quieren ser santos. Significativamente el premio viene de Dios porque sólo el Señor puede consolar verdaderamente y sólo Él puede hacernos santos.
Los «mansos» (v. 5) son aquellos que, a imitación de Cristo (cfr 11,25-30, y nota; 12,15-21), mantienen el ánimo sereno, humilde y firme en las adversidades, sin dejarse llevar por la ira o el abatimiento: «Adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a Él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 117).
«Misericordiosos» (v. 7) son los que comprenden los defectos que pueden tener los demás, los que perdonan, disculpan y ayudan. La parábola del siervo despiadado (18,21-35) y en especial las palabras del amo (18,32-33) son el mejor comentario a esta bienaventuranza.
«Ver a Dios» (v. 8) no se refiere únicamente a la bienaventuranza final. En el lenguaje de Antiguo Testamento significa más bien tener relación estrecha con Él, participar de sus decisiones, como los consejeros de un rey participan de las disposiciones de su soberano. De ahí la capacidad que nos otorgan la virtud de la pureza y limpieza de corazón: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2519).
Los pacíficos (v. 9) son más bien «los que promueven la paz», en sí mismos y en los demás, y sobre todo, como fundamento de lo anterior, procuran reconciliarse y reconciliar a los demás con Dios: «La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legíti­ma. Esto, sin embargo, no basta. (...) La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 78).

jueves, 5 de diciembre de 2019

Inmaculada Concepción

Alégrate, llena de gracia (Lc 1,26-38)

Inmaculada concepción – Evangelio
26 En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.
28 Y entró donde ella estaba y le dijo:
—Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.
29 Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. 30 Y el ángel le dijo:
—No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: 31 concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33 reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.
34 María le dijo al ángel:
—¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?
35 Respondió el ángel y le dijo:
—El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. 36 Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, 37 porque para Dios no hay nada imposible.
38 Dijo entonces María:
—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Y el ángel se retiró de su presencia.
El misterio de la Encarnación comporta diversas realidades: que María es virgen, que concibe sin intervención de varón, y que el Niño, verdadero hombre por ser hijo de María, es al mismo tiempo Hijo de Dios en el sentido más fuerte de esta expresión. Estas verdades se expresan no de manera especulativa, sino al hilo de los acontecimientos ocurridos. La narración, por tanto, es de una densidad extraordinaria. Prácticamente cada palabra lleva aneja una profundidad de significado sorprendente. Los Padres y la Tradición de la Iglesia no han dejado de notarlo, y los cristianos revivimos cada día este misterio a la hora del Ángelus.
En primer lugar deben considerarse las circunstancias. El pasaje anterior se desarrollaba en la majestad del Templo de Jerusalén; éste, en Nazaret, una aldea de Galilea que ni siquiera es mencionada en el Antiguo Testamento. Antes contemplábamos a dos personas justas que querían tener hijos pero no podían y Dios remediaba esa necesidad (1,13); ahora estamos ante una virgen que no pide ningún hijo, es más, que pregunta cómo podrá llevarse a cabo lo que el ángel le dice (v. 34). Por eso, las palabras del ángel Gabriel expresan una acción singular, soberana y omnipotente de Dios (cfr v. 35) que evoca la de la creación (cfr Gn 1,2), cuando el Espíritu descendió sobre las aguas para dar vida; y la del desierto, cuando creó al pueblo de Israel y hacía notar su presencia con una nube que cubría el Arca de la Alianza (cfr Ex 40,34-36).
La descripción de Nuestra Señora que brota del relato es muy elocuente. Para los hombres, María es «una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David» (v. 27); en cambio, para Dios, es la «llena de gracia» (v. 28), la criatura más singular que hasta ahora ha venido al mundo; y, sin embargo, Ella se tiene a sí misma como la «esclava del Señor» (v. 38). Y esto es así, porque Dios «desde toda la eternidad, la eligió y la señaló como Madre para que su Unigénito Hijo tomase carne y naciese de ella en la plenitud dichosa de los tiempos; y en tal grado la amó por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació con señaladísima complacencia» (Pio IX, Ineffabilis Deus).
Dentro de lo asombrosa que resulta la acción de Dios entre los hombres, que quiere confiar la salvación a nuestra libre respuesta, entendemos que para ello elija a una persona tan singular. Al meditar la escena, cada uno podría hacer suya la oración de San Bernardo: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta. (...) También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; enseguida seremos librados si consientes, (...) porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. (...) Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador» (S. Bernardo, Laudes Mariae, Sermo 4,8-9).
El pasaje contiene asimismo una revelación sobre Jesús. En las primeras palabras (vv. 30-33), el ángel afirma que el Niño será el cumplimiento de las promesas. Las fórmulas son muy arcaicas. Frases como «el trono de David, su padre» (v. 32; cfr Is 9,6), «reinará sobre la casa de Jacob» (v. 33; cfr Nm 24,17) y «su Reino no tendrá fin» (v. 33, cfr 2 S 7,16; Dn 7,14; Mi 4,7), representan expresiones inmersas en el mundo de ideas y de vocabulario del Antiguo Testamento, conectadas con la promesa divina a Israel-Jacob, con los oráculos acerca del Me­sías descendiente de David y con los anuncios proféticos del Reinado de Dios. Para una persona instruida en la religión y la piedad israelita, el significado era inequívoco. Sin embargo, la descripción del Niño, como Santo e Hijo de Dios (v. 35), traspasa todo lo imaginable. Las consecuencias del asentimiento de María (v. 38) han de verse en el conjunto de la ­historia de la humanidad. «Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente (...) que “el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad fue desatado por la Virgen María mediante su fe”; y comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes”, afirmando aún con mayor frecuencia que “la muerte vino por Eva, la vida por María”» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 56).

viernes, 22 de noviembre de 2019

XXXIV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO

Acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino (Lc 23,35-43)

34º domingo del Tiempo ordinario – Cristo Rey - C. 1ª lectura
35 El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él y decían:
—Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido.
36 Los soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre 37 decían:
—Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
38 Encima de él había una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
39 Uno de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo:
—¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
40 Pero el otro le reprendía:
—¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? 41 Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.
42 Y decía:
—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
43 Y le respondió:
—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
El episodio del «buen ladrón» es narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra los signos del arrepentimiento, reconoce la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte, le promete el paraíso: «El Señor —comenta San Ambrosio— concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.). El episodio también nos invita a admirar los designios de la divina providencia, y la conjunción de la gracia y la libertad humana. Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación: «Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; ante Dios, en cambio, a la confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone).
La palabra «paraíso» (v. 43), de origen persa, se encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento (Ct 4,13; Ne 2,8; Qo 2,5) y del Nuevo (2 Co 12,4; Ap 2,7); en boca de Jesús es un modo de expresarle al buen ladrón que le espera, a su propio lado y de modo inmediato, la felicidad: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).

viernes, 8 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXII DE TIEMPO ORDINARIO

El Señor no es Dios de muertos, sino de vivos (Lc 20,27-38)

32º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
27 Se le acercaron algunos de los saduceos —que niegan la resurrección— y le preguntaron:
28 —Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien dejando mujer, sin haber tenido hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. 29 Pues bien, eran siete hermanos. El primero tomó mujer y murió sin hijos. 30 Lo mismo el segundo. 31 También el tercero la tomó por mujer. Los siete, de igual manera, murieron sin dejar hijos. 32 Después murió también la mujer. 33 Entonces, en la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron como esposa.
34 Jesús les dijo:
—Los hijos de este mundo, ellas y ellos, se casan; 35 sin embargo, los que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no se casan, ni ellas ni ellos. 36 Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. 37 Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. 38 Pero no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él.

Los saduceos se atenían a la interpretación literal de la «Ley escrita» y no creían en la resurrección de la carne. Los fariseos, por el contrario (cfr Hch 23,8), aceptaban la resurrección de la carne tal como venía expuesta en algunos textos de la Escritura (Dn 12,2-3) y en la tradición oral. Ante la nueva insidia, Jesús enseña algunos aspectos de la resurrección (cfr nota a Mt 22,23-33): entonces no será necesario el matrimonio ya que no habrá muerte (v. 36); el principio de aquella nueva vida no es fruto de la unión del hombre y la mujer, sino del mismo Dios (v. 38). «Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano querida por Dios desde la creación (...). La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1045).

DOMINGO XXXI DE TIEMPO ORDINARIO

Zaqueo (Lc 19,1-10)

31º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
1 Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. 2 Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. 3 Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. 4 Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. 5 Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:
—Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.
6 Bajó rápido y lo recibió con alegría. 7 Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. 8 Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:
—Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.
9 Jesús le dijo:
—Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; 10 porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
El episodio ilustra la misericordia de Dios ante la conversión del pecador que tan prodigiosamente describió el Señor en sus parábolas (15,1-32). Zaqueo es un hijo de Abrahán (v. 9) que, sin embargo, parece que no vivía las condiciones de la Alianza (cfr vv. 2.7). Pero Jesús ha venido a salvar también a los descarriados (cfr 15,1-7 y Ez 34,16: «Buscaré a la oveja perdida, tomaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma»). Por eso, ante el movimiento de curiosidad de Zaqueo (vv. 3-4), Jesús responde llamándole por su nombre y aceptándole junto a Él (v. 5). El resultado de ese encuentro con Cristo es la alegría (v. 6) y la salvación (vv. 9-10).
Muchas enseñanzas podemos sacar del episodio. En primer lugar, que el Señor nos busca a pesar de nuestra condición. Zaqueo pertenecía al oficio de los publicanos, recaudadores de impuestos para la hacienda romana; por esto, y porque abusaban en su función, eran odiados por el pueblo. De ahí que, si el Señor «elige a un jefe de publicanos, ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
Después, la actitud de Zaqueo. El lector descubre en las acciones del jefe de publicanos —«porque era pequeño de estatura», «se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro» (vv. 3-4)— algo más que curiosidad. Tal vez por eso le llama el Señor. Como la de Zaqueo, así ha de ser nuestra búsqueda de Dios: sin falsa vergüenza ni miedo al qué dirán. «Convéncete de que el ridículo no existe para quien hace lo mejor» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 392).

Al final, su correspondencia a la gracia. Con el propósito de devolver el cuádruple de lo que podía haber defraudado, cumple la Ley de Moisés (cfr Ex 21,37), y además entrega la mitad de sus bienes: «Que aprendan los ricos que no consiste el mal en tener riquezas, sino en no usar bien de ellas; porque así como las riquezas son un impedimento para los malos, son también un medio de virtud para los buenos» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).

miércoles, 23 de octubre de 2019

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

30º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
9 Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
10 —Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. 11 El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». 13 Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». 14 Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
La oración, además de ser perseverante, tiene que ser humilde. Es lo que enseña esta parábola: «¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla será ensalzado. La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559).

La parábola ejemplifica dos modos de oración opuestos. El fariseo, satisfecho de sí mismo —reza de pie (cfr v. 11)—, se jacta ante Dios de todo lo bueno que hace, no ve en sí pecado alguno y, por tanto, no siente necesidad de arrepentirse. Cumple sus obligaciones religiosas más allá de lo prescrito (v. 12): ayuna dos veces por semana, cuando los rabinos establecían ayunar una vez; paga el diezmo de todo, cuando sólo era obligatorio pagarlo de ciertos productos. Sus palabras no son verdadera oración porque no se dirige a Dios: reza «para sus adentros», y desprecia a los demás (v. 11). En el polo opuesto está el publicano. Éste reconoce humildemente su indignidad y se arrepiente sinceramente; se considera un pecador y confía sólo en la misericordia divina (v. 13). Su oración es auténtica y descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener ante Dios. El publicano baja justificado (v. 14), «porque la oración contrita o la contrición orante eleva el alma a Dios, la une a su bondad y obtiene el perdón en virtud del amor divino que le comunica este santo movimiento» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 2,20).

miércoles, 16 de octubre de 2019

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Perseverancia en la oración (Lc 18,1-8)

29º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
1 Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, 2 diciendo:
—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. 3 También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». 4 Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, 5 como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».
6 Concluyó el Señor:
—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. 7 ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? 8 Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
La parábola contiene una enseñanza muy expresiva sobre la necesidad de la perseverancia en la oración y sobre su eficacia. El v. 1 ha sido fuente de enseñanza sobre la oración en toda la catequesis cristiana: «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (Evagrio, Capita practica ad Anatolium 49). Para eso es necesario vencer la pereza, levantar los ojos a Dios en todas las circunstancias: «Que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios» (S. Juan Crisóstomo, De Anna 4,5). Pero sólo lo hará quien junte la oración con una vida cristiana coherente: «Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua» (Orígenes, De oratione 12)». Cfr ­Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2742-2745.
Al final, el Señor vincula también la eficacia de la oración a la fe (v. 8): la oración se apoya en la fe, pero ésta, a su vez, crece cuando se ejercita en la oración. «Te crecías ante las dificultades del apostolado, orando así: “Señor, Tú eres el de siempre. Dame la fe de aquellos varones que supieron corresponder a tu gracia y que obraron —en tu Nombre— grandes milagros, verdaderos prodigios...” —Y concluías: “sé que los harás; pero, también me consta que quieres que se te pidan, que quieres que te busquemos, que llamemos fuertemente a las puertas de tu Corazón”. —Al final, renovaste tu decisión de perseverar en la oración humilde y confiada» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 653).

TIEMPO ORDINARIO CUARTO DOMINGO

La Bienaventuranzas (Mt 5,1-12a) 4º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio 1  Al ver Jesús a las multitudes, subió al mont...