Padre nuestro (Lc 11,1-13)
17º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
1 Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
—Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
2 Él les respondió:
—Cuando oréis, decid:
Padre,
santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino;
3 sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano;
4 y perdónanos nuestros pecados,
puesto que también nosotros perdonamos
a todo el que nos debe;
y no nos pongas en tentación.
5 Y les dijo:
—¿Quién
de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a media noche y le diga:
«Amigo, préstame tres panes, 6 porque un amigo mío me ha llegado de
viaje y no tengo qué ofrecerle», 7 le responderá desde dentro: «No me
molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no
puedo levantarme a dártelos»? 8 Os digo que, si no se levanta a
dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará
para darle cuanto necesite.
9
Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y
se os abrirá; 10 porque todo el que pide, recibe; y el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abrirá.
11
¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar
de un pez le da una serpiente? 12 ¿O si le pide un huevo, le da un
escorpión? 13 Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros
hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan?
La
oración del Padrenuestro es recogida también por San Mateo con ocasión
del Discurso de la Montaña. Aquí, al estar situada como respuesta de
Jesucristo al deseo de sus discípulos que se admiran ante la oración de
su Maestro (v. 1), el Evangelio de Lucas señala la estrecha relación
entre la oración de los cristianos y la de Jesús, Hijo de Dios: «Esta
oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del
Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el
Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado: Él es el Maestro
de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su
corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas, los
hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2765).
Es
gran consuelo poder llamar «Padre» a Dios. Si Jesús, el Hijo de Dios,
nos enseña que invoquemos a Dios como Padre es porque en nosotros se da
la realidad entrañable de ser y sentirse hijos de Dios: «Yo soy esa
hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a
rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame
porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le
ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que yo sepa
hasta qué punto Él me ha amado a mí, con un amor de admirable
prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura...!» (Sta. Teresa
de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 4,39r).
Después,
el texto recogido por San Lucas, aunque más escueto que el de San
Mateo, recoge las mismas invocaciones y peticiones: «Si recorres todas
las plegarias de la Santa Escritura, creo que no encontrarás nada que no
se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay
libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras,
pero no debe haber libertad para decir cosas distintas. (...) Aquí
tienes la explicación, a mi juicio, no sólo de las cualidades que debe
tener tu oración, sino también de lo que debes pedir en ella, todo lo
cual no soy yo quien te lo ha enseñado, sino aquel que se dignó ser
maestro de todos» (S. Agustín, Ad Probam 12-13).
Entre
las diversas súplicas (cfr nota a Mt 6,1-18), pedimos a Dios que nos dé
el pan cotidiano (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada
jornada: la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de
la miseria (cfr Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se
pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin
la cual no puede vivir nuestro espíritu. La Iglesia nos lo ofrece
diariamente en la Santa Misa y reconoceremos su valor si lo procuramos
recibir diariamente: «Si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú
solamente una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días es
provechoso; vive de modo que diariamente seas digno de recibirle» (S.
Ambrosio, De Sacramentis 5,4).
Pedimos
también fuerza ante la tentación (v. 4), pero «no pedimos aquí no ser
tentados, porque en la vida del hombre sobre la tierra hay tentación
(cfr Jb 7,1) (...) ¿Qué es, pues, lo que aquí pedimos? Que, sin
faltarnos el auxilio divino, no consintamos por error en las
tentaciones, ni cedamos a ellas por desaliento; que esté pronta a
nuestro favor la gracia de Dios, la cual nos consuele y fortalezca
cuando nos falten las propias fuerzas» (Catechismus Romanus 4,15,14).
El
Señor acompaña el Padrenuestro con unas enseñanzas sobre la oración de
petición. Comienza con una comparación muy expresiva (vv. 5-8). La
arqueología ha descubierto que algunas casas de Nazaret de la época eran
casi un único espacio compuesto por una cueva excavada en la roca
proyectada hacia fuera con unos metros de construcción. Pequeñas
perforaciones en la roca servían de alacenas. El amigo inoportuno es
verdaderamente tal pues, para alcanzar tres panes (v. 5), prácticamente
había que despertar a toda la casa. Jesús completa esta imagen gráfica
con una sentencia en la que declara la eficacia de la oración (vv.
9-10). La experiencia de la Iglesia ha atestiguado de mil formas la
verdad de estas palabras del Señor: «Estando yo una vez importunando al
Señor mucho, (...) temía por mis pecados no me había el Señor de oír.
Aparecióme como otras veces y comenzóme a mostrar la llaga de la mano
izquierda, (...) y díjome que quien aquello había pasado por mí, que no
dudase sino que mejor haría lo que le pidiese; que Él me prometía que
ninguna cosa le pidiese que no la hiciese, que ya sabía Él que yo no
pediría sino conforme a su gloria» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 39,1).
Después,
con la imagen del padre (vv. 11-13), asegura la donación más grande
para el cristiano, que es el Espíritu Santo: «Por la comunión con él, el
Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos
lleva al Reino de los Cielos y a la adopción filial, nos da la
confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo,
de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (S.
Basilio, De Spiritu Sancto 15,36; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 736).
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